Máquinas de amar.
Esposas discretamente muertas de Pilar Pedraza
En su obra “Máquinas de amar. Esposas discretamente muertas”, Pilar Pedraza (1998), investigadora del arte, del Cine y la misoginia, encuentra figuras femeninas que expresan la muerte de la mujer. Una muerte entendida dentro del orden del mundo que se ha concebido desde la configuración de lo femenino a partir de lo masculino.
Dichas figuras son vistas a través de relatos literarios y artísticos que dan cuenta de mujeres de porcelana, de cera, zombies o muertas, como metáforas de la constitución de la mujer a lo largo de la historia.
La primera figura femenina referida por Pedraza (1998) se encuentra representada en el mito de Pigmalión. Se trata de la historia de un hombre cuyo anhelo de una mujer pura no es satisfecho con las mujeres conocidas por él. Estas mujeres son las propétides, quienes, por su irreverencia, fueron convertidas en piedra, pues “se atrevieron a negar que Venus fuese una diosa, por lo cual se dice que por cólera de la divinidad, fueron las primeras en prostituir sus cuerpos a la vez que su hermosura; y cuando se alejó la vergüenza y se endureció la sangre de su rostro, se convirtieron en duro pedernal con poca diferencia” (Ovidio, citado por Justo y Tomás, 2005: 9).
Las propétides son odiadas por Pigmalión y debido a ello él, “ya que las había visto vivir inmersas en medio de la depravación, ofendido por los vicios que en muy gran número la naturaleza dio al alma femenina, vivió soltero, sin esposa y durante largo tiempo careció de compañera de lecho” (Ovidio, citado por Justo y Tomás, 2005: 10).
Tal carencia evidencia la misoginia que llevará a Pigmalión a la creación de aquella mujer que él deseaba, para lo cual “con técnica admirable esculpió con éxito un marfil blanco como la nieve y le dio una hermosura con la que ninguna mujer puede nacer, y se enamoró de su obra” (Ovidio, citado por Justo y Tomás, 2005: 9). Ese amor, claro está, nos muestra expresamente cómo es construida la mujer según los criterios del hombre, quien ama su obra por representar la pureza y hermosura no encontradas en la humanidad de la mujer de carne y hueso.
Es por eso que para Pigmalión, el deseo por su obra le daba ante sus ojos un aspecto de vida, “puesto que la vida únicamente existe para ser deseada y sólo se concibe animación mediante el deseo” (Isabel Justo y Facundo Tomás, 2005: 10). Ese deseo, es narrado con fervor por Ovidio, autor del mito, de la siguiente forma:
La admira Pigmalión y apura en su pecho pasiones por lo que parece un cuerpo. A menudo acerca a la obra sus manos que intentan comprobar si aquello es de carne y hueso o si aquello es de marfil, y todavía no confiesa que sea de marfil. Le da besos y piensa que se los devuelve, y le habla y la coge y cree que sus dedos se quedan fijos en los miembros tocados y teme que le salga una moradura al cuerpo presionado y unas veces le dirige piropos, otras veces le lleva regalos agradables para las muchachas, conchas y piedras torneadas, pequeñas aves y flores de mil colores y lirios y pelotas pintadas y lágrimas de Helíades caídas de su árbol; también adorna con vestidos su cuerpo; le pone en los dedos piedras preciosas, le pone largos collares en el cuello; de las orejas cuelgan livianas perlas, del pecho cordoncillo; todo la embellece; y desnuda no parece menos hermosa. La coloca sobre un colchón teñido por la concha de Sidón y la llama compañera del lecho y coloca su cuello recostado en blancas plumas como si tuviera sensibilidad.
Siendo testigo de aquel deseo ferviente, la diosa Afrodita concede a Pigmalión tener como esposa a la escultura de cuya perfección, belleza y pureza era digno. Y a la vida llega Galatea para seguir siendo admirada y amada, aunque como veremos después, ello sólo será por un tiempo.
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Por: Paola Andrea Martínez Acosta
Comunicadora Social.
Magíster en Estudios de la Cultura.
Docente universitaria.