Encontrando mi lugar
“Llegaba a la universidad a llorar y a mi casa a dormir, no comía nada, me dolía el pecho, temblaba, me asustaba y no podía controlarme entonces me daba más miedo y empezaba arañarme o pegarme para respirar mejor”.
Soy Angela Patricia Diaz Araujo, tengo 22 años, nací el 09 de mayo del 2000 en Tumaco, Nariño. Soy morena, de ojos color café y cabello negro; corto por un cambio de look reciente. Mi infancia fue linda, a pesar de que era un lugar peligroso, crecí con muchos niños entonces todo el tiempo andaba jugando en la calle, brincando y fue así hasta mis 6 años más o menos.
Mi mamá tomó la decisión de irnos a vivir a la ciudad de Popayán y era completamente diferente, porque en Tumaco podía salir a jugar con mis amigos y no había tanto peligro ya que crecí ahí, pero pisar un lugar nuevo era diferente porque no podía salir a la calle, no conocía a nadie y pasar de ser libre a estar encerrada, era difícil igualmente estaba muy chiquita y me aburría demasiado, pero era “amiguera” entonces no fue difícil.
Vivíamos en una casa grande, la parte de abajo era de nosotras y arriba eran dos apartamentos entonces a las personas que se les arrendaba el lugar siempre llegaban con niños y era mi oportunidad para jugar con ellos y distraerme. En vacaciones me iba para
Tumaco y volvía a desatarme de toda esa energía que guardaba en Popayán.
Mis abuelos maternos también tienen una finca en Piendamo, y es ahí donde estuve en mi adolescencia. Mi abuelo un hombre alto, delgado, con un ojo verde y el otro azul me trató siempre con amor, somos como el pollo y la gallina; estamos juntos para todo lado, mi
abuela regañona y de temperamento fuerte también, incluso mi mamá que es con la que más peleo siempre está ahí. Tiempo después llegó mi hijo Thiago; un chiquito moreno, de cabello negro y ojos color café, amoroso y comprensivo.
A Thiago no le gusta el campo, ha crecido toda su vida en el campo, pero no le gusta, no le tiene amor. Disfruta la libertad de saber que puede hacer lo que quiera, ir para donde quiera y no le va a pasar nada, pero aquí a las vacas se les dan guayabas y cuando toca ir a
recogerlas a él no le gusta, uno le dice que coja el tetero y le dé a la vaca y a él no le gusta, cuando hay que apartar las vacas tampoco le gusta, ponerse las botas a irse a ensuciar no le gusta, cuando se ensucia jugando sí, pero para hacer tareas de la finca no, le da pereza.
Sin embargo, fui creciendo aún más y en mi oportunidad de estudiar una carrera profesional dejé la finca y me fui a vivir sola en Popayán. Acostumbrándome a una nueva libertad de salir, conocer y disfrutar. Lo que nunca imaginé es que en el año 2020 llegaría una
pandemia que me haría odiar la ciudad y su soledad y anhelar el campo y mi familia. Pero que cuando llegara al campo nada fuera como yo creía.
Cuando inició el aislamiento estaba en Popayán, vivía en el barrio la Ladera con un amigo y la hermana. Era triste porque ellos estaban en familia y se tenían el uno al otro, pero yo estaba sola y era difícil. Ellos siempre habían vivido ahí en el barrio y tenían sus amigos y
yo no, yo estaba sola. Para ese tiempo había terminado una relación y no me había afectado hasta ese momento de confinamiento porque la soledad me hizo extrañar a todo el mundo y así aguanté 2 meses más.
Durante ese tiempo me estaba enfermando mucho física, mental y emocionalmente, lo único que hacía era llamar a mi familia a la finca llorando diciéndoles que no aguantaba más, que los necesitaba. Estaba muy deprimida y con ansiedad debido al encierro y mi soledad.
En lo único que me distraía era en las clases virtuales de la universidad y eso que me resultaban aburridas, para esos días la exmujer de mi tío que es enfermera le consiguió un permiso a él para que se fuera desde Tumaco a la finca y pasara por mí a Popayán. Llegar a la finca fue emocionante y abrumador porque tenía la expectativa de que iba a estar bien, compartiría con mi familia, pero no fue del todo así.
Había estado 2 meses encerrada en la casa donde todo era pereza, pararme, hacer mi comida y volverme acostar, mirando series. En el campo era completamente diferente; nunca se paró de trabajar ni por la pandemia y lógicamente no podía llegar a encerrarme en la pieza porque iba a ser un problema para todos, su ritmo de vida era diferente al que yo tenía, debía acoplarme a las reglas de la casa.
Me tocó aprender a ordeñar, a cortar pasto, coger café y todas las labores de la finca y saber hacerlas. Lo que más duro me dio fue cocinar porque en la ciudad se cocina con estufa y en la finca era con fogón entonces lógicamente yo pensaba que era meterle leña y eso ardía, pero no, tenía su ciencia.
Mi abuelo o como yo lo llamo “Pa” es el que hacía el café temprano cuando se levantaba a las 5:30am, luego seguían los demás y yo me levantaba 30 minutos después a prepararle el desayuno a Thiago; mi hijo, luego ayudarles a ordeñar a mano porque mi abuelo no tenía maquinaria y eran muchas vacas entonces tocaba trabajar. Después desayunábamos y yo me ponía a ver clases con Thiago y estar pendiente de las mías. Un dato interesante es que él wifi cogía mejor arriba de un árbol de mango que hay detrás de la casa y nos tocaba subirnos para que cogiera la clase sin problema.
A las 9:00 se empezaba hacer el almuerzo que tocaba dejar reposando 1 hora antes porque se almuerza a las 12:00 en punto para que no quedara tan caliente porque mi abuelo se enfurecía. Al niño me tocaba bañarlo a las 10 de la mañana para aprovechar el solcito y yo
me bañaba a las 5:00 pm cuando terminaba todo. A las 3:00pm de la tarde se empezaba hacer la cena y yo era la “Soy la”, Soy la que barre, soy la que cocina y soy la que asea. Y eso es todo, porque en la finca se cena a las 5:00 y luego a dormir, así como las gallinas se acuestan temprano, nosotros también.
La pandemia fue positiva por mi familia ya que la convivencia es mejor que antes y casi me convertí en una mujer agrícola, pero en mi carrera que es comunicación social y periodismo y en lo que me quiero especializar necesito hablar con personas, socializar y no puedo
llegar con mi ansiedad y ahora estoy en terapia para poder solucionar todo eso. Impactó en mi vida porque al no pasar tiempo con muchas personas me volví más tímida y asocial.
Al momento de ahora, aunque yo me quiero adaptar a grupos grandes de personas no puedo. No puedo estar rodeada de muchas personas porque me da ansiedad, me estreso y prefiero irme. A mi familia si me acostumbré al final, llegamos a diálogos en vez de
agarrarnos de las mechas.
La postpandemia nuevamente me afectó, me dio ansiedad y depresión el dejar a mi hijo y a mi familia en la finca. Yo ya me había acostumbrado nuevamente a estar con Thiago y aunque nosotros hablábamos todo el tiempo por videollamada, yo lloraba y él también. Ya me había acostumbrado a escuchar el ruido de los niños y las gallinas y ahora llegar de la universidad y que todo estuviera en silencio era peor.
Tenía mis amigos, pero eran mala influencia, solo me invitaban a bailar, a tomar, pero no eran un apoyo y me deje llevar por
eso. En unos 3 meses más o menos yo salía todo el tiempo y lo que trabajaba me lo tomaba y estaba muy descontrolada hasta que caí en cuenta y dije “No más”. Hablé con el padre de una iglesia y él me ayudó, fue como mi psicólogo y mi mejor amigo porque le contaba que me sentía mal, los ataques de ansiedad eran mucho peor.
Llegaba a la Universidad a llorar y a mi casa a dormir, no comía nada, me dolía el pecho, temblaba, me asustaba y no podía controlarme entonces me daba más miedo y empezaba arañarme o pegarme para respirar mejor. No era consciente del dolor que me estaba haciendo y siempre tenían que ayudarme. No controlaba nada de mi cuerpo.
Ahora estoy viviendo en la finca, estoy terminando materias entonces no tengo que estar mucho en la ciudad y eso me gusta. Siento que la ciudad me enferma y es muy tóxica, ahora me adapto mucho más a mi familia. Mi lugar es la finca, el campo. Me gusta sentir la
libertad, cuando me siento estresada o ansiosa, cojo la moto y me voy a sentar en el potrero, le cogí mucho amor a las vacas, soy esa loca que se sienta en el potrero mientras todas las vacas la miran. Pero llegar a la ciudad y escuchar tanto ruido, la “montonera” de gente, siento que me enferma y me agota
Por: Daniela Vidal Fernández
Estudiante del programa de Comunicación Social y Periodismo
@danielavf__