Una travesía sin fin
“Tenía 15 años cuando conocí al papá de mis dos hijos, yo creí que todo iba a ser color de rosa, mágico, bellísimo, yo me imaginaba una casa con carro, de todo”.
Sentada en un andén del centro de Popayán, Kenberly Sánchez, una joven de 22 años de edad del Estado Aragua, Venezuela, permanece junto a sus dos hijos mientras pide ayuda para continuar su viaje. Aunque su sonrisa no delata su ánimo, sus emociones escondidas, en sus ojos guarda el camino recorrido desde que salió de su país en medido de las adversidades.
Vivir en Venezuela ya era difícil para ella desde sus 15 años, cuando empezó una relación amorosa con el que hoy es el padre de sus pequeños. Es cierto que en ese entonces ella no podía imaginar que una decisión de vida le cambiaría sus días. Es cierto que, ahora, mientras se sienta con su hija menor en sus piernas, tampoco vislumbra lo que este viaje, que parece no tener fin, traerá para ella y su familia.
Aun así sabe que todo el camino andado, los días de agobio, de pasos infinitos por el asfalto, hasta estos instantes en que parece que el sol la acompaña para poder respirar con calma, para mirar a los ojos de esos transeúntes desconocidos que a veces estiran sus manos con una moneda que le permite encontrar algo de sustento para su travesía, han valido la pena, han valido el esfuerzo, si es para encontrar eso que añora para sí misma y sus chicos: la estabilidad y tranquilidad que le ha hecho falta desde esos días de adolescencia.
Esos días, recuerda, cuando en su mente sólo era posible vivir una vida de ensueño si era junto al hombre del que se había enamorado, cuando no le importó trabajar, estudiar y mucho menos la poca edad con la que contaban, tanto ella como su novio, para irse a vivir juntos. Y porque creía que era el amor lo más importante, a los 15 días de estar viviendo con su pareja recibió con felicidad el embarazo de su primer hijo.
Ese bebé, su hijo mayor que la acompaña en este momento y se sienta a su lado en el andén, ha sido, en medio de todo, su anhelo y su felicidad. Acaso por eso cuando supo de su llegada pensó que esta nueva etapa de su vida sería hermosa, acogedora, dichosa.
No podía saber siquiera que llevar un ser en su vientre fuera tan difícil. Los malestares gestacionales hicieron mella y tuvo que volverse un poco más responsable con su salud y la de su bebé. Porque no solo el cuerpo cambia y no sólo los síntomas físicos hacen que la percepción del mundo, sus olores, sus sabores, sus colores, sean distintos; también las emociones, los sentimientos egoístas, se transforman para recibir una vida, para brindarle desde adentro el alimento que será eterno para su cuerpo y para su alma. Pero eso que Kenberly sentía se desdibujó al ver a su esposo completamente incómodo y molesto, entre otras cosas, porque ella no podía salir. Para él era importante continuar con su vida de fiesta y alcohol, salir y dejar a Kenberly sumida en las noches de tedio, malestar y tristeza. Su sueño de un hermoso hogar, dice con nostalgia, fue nublándose, haciéndose lejano.
Cuando Arón nació, todo se fue tornando un poco más complicado, pues entre leche y pañales, no les quedaba dinero para comer, así que en muchas de esas ocasiones tuvieron que acostarse a dormir sin haber probado un bocado de comida. Fueron días en los que Kenberly luchaba por sostener su familia, cuidando de su hijo y de su esposo. Recordarlo, mientras la gente camina a su lado, no deja de ser difícil para ella, aunque mantenga su cara serena y su sonrisa intacta. Quizás porque de esa serenidad y de esa sonrisa saca la fuerza para avanzar, para seguir andando los senderos que la lleven a lo que, está convencida, será un mejor presente y un buen futuro para ella y sus niños.
Debe seguir, pese a los obstáculos, pese a los recuerdos, pese a los días pasados, pese a la distancia. Esa distancia entre ella y los suyos, entre la tierra que ocupa hoy y su tierra. Esa distancia que hoy la motiva a continuar; si bien recuerda sus días pasados, sus conflictos de pareja y el momento exacto en el que pese a usar métodos de planificación quedó en embarazo de su segunda hija, no se amedranta, pues ver los rostros de sus dos pequeños es más que suficiente para saber que, a pesar de las dificultades, tenerlos ha sido su más acertada decisión: “Yo nunca pensaría en abortar, así esté en la peor circunstancia y tampoco vender a mis hijos o regalarlos, porque hasta los perros son celosos con sus perritos, ellos son una bendición que cualquier mujer desea y no todas pueden tenerlo”.
Sí, han sido años duros, meses tristes, días nublados a veces y soleados otras, pero Kenberly se empeña en seguir y llegar a su destino: Ecuador. Otro país, otra vida, una que ya había intentado tener cuando emigró con el padre de sus pequeños, pero que finalmente no pudo tener porque regresaron ante la noticia de sus madres enfermas. Ahora vuelve a intentarlo y esta vez, sabiendo que está sola, que ya no cuenta con el padre de sus hijos, quien se fue a los cuatro meses del nacimiento de su segunda hija. Esa partida tampoco le deja gratas memorias a Kenberly, pues por un tiempo tuvo que sostenerse con el aporte que su padre y su hermano le enviaban cuando ellos lograron llegar a Ecuador y Brasil. Estaba sola y pensó que la mejor salida era también emigrar, tratar de buscar no sólo un mejor lugar, sino también el afecto que a lo lejos no podía recibir. Ahí, al verse cruzada de brazos, justo cuando su bebé cumplió un año, decidió viajar a Colombia con sus dos hijos. Partió un día, decidida a encontrarse de nuevo con su padre.
“Yo nunca pensaría en abortar, así esté en la peor circunstancia y tampoco vender a mis hijos o regalarlos, porque hasta los perros son celosos con sus perritos, ellos son una bendición que cualquier mujer desea y no todas pueden tenerlo”.
Kenberly Sánchez
Emprendió camino y cruzó fronteras, avenidas y puentes con sus dos hijos junto a ella, a veces en sus brazos, a veces dando pasos a su lado. Fue el 24 de diciembre de 2021 cuando llegó a Cali, un día de navidad que no podrá borrar de su memoria, pues sin percatarse cómo, le robaron todas sus pertenencias. Y aunque en ese solo instante no hubo más que angustia y miedo, antes que desistir, continuó. Llegó a Popayán y ahora se prepara para irse a su destino, porque en Colombia no tiene familia. Mientras pasan los días, vende caramelos y espera ayuda de aquellos que deseen ayudarle, solo para llegar al abrazo, al apoyo más moral que económico que pueda brindarle su padre a ella y a sus nietos: “Aunque yo quisiera devolverme para mi país, obtener un empleo, conseguir mis artefactos y poder estar de nuevo en casa”, dice mientras abrazo a sus niños.
Sin duda, Kenberly es una mujer luchadora, pues a pesar de las enfermedades, de las noches de sufrimiento y de ver a sus hijos soportar hambre, no se detiene. Será por eso que piensa que las mujeres son fuertes y muy valiosas, retadoras y valientes al continuar los caminos llenos de impedimentos. Ha sido la vida la que le ha mostrado, a su corta edad, lo que una mujer puede hacer y lo que es, un ser precioso que da la vida, que es madre, que cría y hace todo por amor.
Por: Valeri Mejía
Estudiante del Programa Comunicación Social y Periodismo de Unicomfacauca